jueves, 14 de enero de 2010

LA TINTA DEL TINTERO

 

LA  TINTA  DEL  TINTERO               

Por Antonio Jiménez García

Intacta. La tinta permanece intacta en el tintero. Su fluidez, al moverla, mancha de negro el interior del vidrio. El tapón de rosca la protege del tiempo. En realidad, la tinta del tintero es una posibilidad, pero así contenida no vale un centavo. Aunque guarde, en el pozo de su espesa negrura, mundos dormidos de palabras que sólo despertarán si una mano, cortejada con pluma e inteligencia, las va sacando una a una y las tiende a secar en el blanco papel.

 

En nuestra comunidad existe una deuda con la tinta de los tinteros. En su historia cotidiana se ha quedado mucha tinta en el tintero. Tinta seca y desaprovechada. Tinta olvidada inútilmente. Tinta derramada en borrones por descuido o negligencia. Y aún peor: tinta inédita, soñada en tinteros que nunca llegaron a abrirse. Demasiado derroche, cuando los niños lo cerraban a los ocho años, abandonaban el pupitre y abrían sus manos de labriego. Su cabeza debía ocuparse del estómago no del talento, que sedimentaba en el hondón del tintero.

 

Y es éste de la tinta del tintero un grave asunto para el porvenir. Porque el porvenir reside en la cabeza, no en las manos, como el de los abuelos o los abuelos de los abuelos. En el tintero, auténtica bola de cristal, puede leerse el futuro. La oportunidad pasa por sentarse en el pupitre, abrir el tintero y coger la pluma. Es decir, por la escuela. Los niños, el tintero y el maestro. Los tres sencillos elementos primarios cuya adecuada mezcla puede despertar el talento, si existe, porque lo que «quod natura non dat, Salamanca non prestat». 

 

La escuela paradójicamente puede ser cuna o tumba de la inteligencia. Depende. Si se dedica sólo a instruir, como decía A. Guinon, «habrá menos analfabetos, pero más imbéciles». El poder de la escuela no es absoluto pero sí determinante en la vida de los niños. «Amigos míos, retened esto, no hay malas hierbas ni hombres malos, no hay más que malos cultivadores» (Víctor Hugo). La letra no entra con sangre. El despotismo disuelve la enseñanza como el aguarrás la tinta. El espíritu de la letra es sutil, como el sonido de las palabras. Líquido, flexible y moldeable, como la tinta. En la mente de los niños no debe escribirse con una vara de avellano. Ya afirmaba Plutarco que el espíritu infantil no era un vaso para llenar sino «un hogar que debe calentarse».

 

Hoy la escuela no debería consentir la tiranía de los adolescentes que, como diría José Luís Alvite, se equivocan por mayoría absoluta. No es recomendable agitar un cóctel molotov hormonal porque, al contacto con sensaciones o sentimientos, reacciona dinamitando la razón. Es aconsejable mantenerlo a temperatura ambiente, fría, cordial y exigente. La relación tipo botellón psicopedagógico profesor-alumno, aparte de una estupidez, incrementa el potencial del cóctel. El tema no es nuevo, desde luego, afirmaba M. F. Quintiliano que el método educativo «débil, que llamamos indulgencia, destruye todo el vigor del alma y del cuerpo».

Manga por hombro parece hoy la escuela. A la gresca. Lío de padres, alumnos y profesores. Y si éramos pocos las batallitas del abuelo: ideologías, política e intereses sindicales. Todo revuelto. Se llama 'comunidad educativa'. No es que la escuela funcione peor que otras veces, pero, parodiando a los hermanos Marx, hemos pasado del «más profundo abismo de pobreza a las más altas cotas de miseria». Ayer por defecto, hoy por exceso.

 

La indisciplina suele ser hija de la confusión. Batallas campales entre alumnos. Vejaciones y acoso con víctimas mortales entre adolescentes. Y los profesores maniatados pidiendo tiempo muerto y que se les restituya un mínimo de autoridad para ejercer de lo que son. Los padres, por principio, deberían hacer piña con los profesores.

 

«Los que gobiernan ínsulas por lo menos han de saber gramática», aleccionaba Sansón Carrasco a Sancho. Pues eso. Los que gobiernan deberían utilizar la gramática y, si es posible, el sentido común, como Sancho. Porque pedir la excelencia, como haría Don Quijote, sería impensable en una sociedad tan mediocre. Simulándole aconsejaría: «Amigo Sancho, no seas pendenciero, utiliza la tinta y el tintero para escribir las leyes de tu ínsula, y recapacita, que no se deben aprobar las leyes a patadas, ni meterlas en casa a empujones, antes bien, es menester usar de la razón y del ingenio». Las manos manchadas de tinta por el fracaso escolar deberían lavarse en las limpias aguas del sentido común.

 

Es preciso recuperar la escuela. Que el tintero ocupe su lugar en el pupitre y evitar que se derrame; abrirlo con cuidado y ayudar a escribir los primeros garabatos, en cuyos bucles enredado subyace el futuro de cada niño, su historia infantil, asociada a un liviano hilo de tinta.

 

Es preciso recuperar la simplicidad de la escuela, aún comprendiendo la complejidad de la sociedad actual. Es preciso desideologizar la enseñanza. Renunciar a politizarla tiñendo la tinta con color rojo, azul o verde. Renunciar a adoctrinar las mentes, a rotular el pensamiento, a hacer rebaño. Como decía Stuart Mill, «todo aquello que sofoca la individualidad es despotismo, sea cual sea el nombre con que se le disfrace».

 

Tampoco remedia nada modificar la forma de los tinteros. Ni llenarlos de lo que mañana será chatarra digital infrautilizada, es accesorio. Ni pensar que con un billete de cien euros el maestro rendirá más. Valiente disparate e inadvertido desprecio a la vocación e inteligencia del profesorado. El mejor reconocimiento a su labor sería proporcionarles una exigente cualificación y medios adecuados para desarrollar su labor.

 

Ante la confusión y el caos el pupitre se resiente y el maestro, «en cuyas manos está el porvenir» (V. Hugo) desfallece, se burocratiza y tiende a ser un funcionario cumplidor. Esta guerra no es entre padres y profesores. Cada piedra arrojada cae en el tejado de la casa de todos. El adversario a batir es intrínseco a la naturaleza humana y se atrinchera en su interior. Se manifiesta en la propia dificultad, la fuerte resistencia a sacar tinta del tintero de cada uno, que es arte y esfuerzo.

¿Quién escribe con tinta indeleble en la pizarra del futuro, la ley ruidosa del político o el silencio laborioso de un buen maestro de escuela?
Antonio Jiménez García


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